Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó todo un lío; se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho, las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigado, oscuro, donde pasó diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo, escribiendo."
Vamos a acercarnos a la obra de Proust, En busca del tiempo perdido, precisamente a través del célebre pasaje de la "magdalena". Como vamos a ver, esta obra es un intento de captar el tiempo a través de las sensaciones.
Además, esta escena de la magdalena se convierte en un ejemplo de la técnica
cinematográfica del uso de la cámara lenta (en ese intento de ligar cine y literatura).
Considero muy
razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están
sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o
una cosa inanimada, perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca
llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión
del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en
cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y, liberadas por nosotros, vencen
a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro
pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de
nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de los dominios y de su alcance, en un
objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no
sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que
nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años
que no existían para mi de Combray más que el escenario y el drama del momento
de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que
yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de
té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo.
Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman
magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y
muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de
otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el
que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel
trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención
en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me
invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su
brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una
esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es
que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde
podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al
sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la
misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a
aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego
un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse: parece que la
virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco
no está en él, sino en mí. El brebaje lo despertó, pero no sabe cuál es, y lo
único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos
intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle
dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una
aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que
tiene que dar con la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre esta, la que
busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva
para nada su brebaje. ¿Buscar? No solo buscar: crear. Se encuentra ante una
cosa que todavía no existe, y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla
en el campo de la visión (…)
Y de pronto el
recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los
domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la
hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena
no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había
visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de
aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes.
En cuanto reconocí el
sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (…), la vieja
casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una
decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la
fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese
truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la
casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo
tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde
iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo.
Por otro lado, y después de comernos literalmente una magdalena (por cierto, si alguna vez viajáis a Combray encontraréis en todas las panaderías las magdalenas de Proust) en búsqueda de sensaciones personales, vais a realizar un par de actividades en vuestro blog.
1. Adjunta algún vídeo ilustrativo del episodio de la magdalena.
2. Busca la relación que existe entre la obra de Proust y dos películas bastante famosas: Pequeña Miss Sunshine y Ratatouille.
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