domingo, 27 de mayo de 2018

MARCEL PROUST: En busca del tiempo perdido.

Según Juan Marchamalo en 44 escritores de la Literatura Universal, Marcel Proust fue "un niño caprichoso, criado entre algodones y suelos de tarima, chimeneas de mármol, y casas que ya en aquel entonces tenían ascensor y gas en cada piso, y doncella y lacayo, y dinteles de yeso. Así que durante tiempo, mucho, vivió sin más preocupación que salir a la calle a deshora, ya anochecido, una vez que el polvo del pavimento se hubiera posado y no agravara su asma. Eso y las inversiones, casi siempre ruinosas, porque solo compraba, con poético instinto financiero, los valores de aquellas compañías cuyos nombres le gustaban. 
Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó todo un lío; se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho, las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigado, oscuro, donde pasó diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo, escribiendo."


Vamos a acercarnos a la obra de Proust, En busca del tiempo perdido, precisamente a través del célebre pasaje de la "magdalena". Como vamos a ver, esta obra es un intento de captar el tiempo a través de las sensaciones.

Además, esta escena de la magdalena se convierte en un ejemplo de la técnica cinematográfica del uso de la cámara lenta (en ese intento de ligar cine y literatura).


Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada, perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y, liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de los dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existían para mi de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse: parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje lo despertó, pero no sabe cuál es, y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre esta, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su brebaje. ¿Buscar? No solo buscar: crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe, y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de la visión (…)
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (…), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo.

Por otro lado, y después de comernos literalmente una magdalena (por cierto, si alguna vez viajáis a Combray encontraréis en todas las panaderías las magdalenas de Proust) en búsqueda de sensaciones personales, vais a realizar un par de actividades en vuestro blog. 
1. Adjunta algún vídeo ilustrativo del episodio de la magdalena.
2. Busca la relación que existe entre la obra de Proust y dos películas bastante famosas: Pequeña Miss Sunshine y Ratatouille.



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